sábado, 12 de enero de 2008

Pasado



La vida de Claudia pertenecía a los pequeños movimientos. Empezaba por la avenida San Martín dando uno dos y después, tres pasos, mirando al suelo como queriendo encontrar la distancia. Y cuando levantaba la inmóvil vista se daba cuenta que ya se encontraba en el centro de su pueblo, Cosquín. Un pueblo que parecía hablar por sí mismo con sus mensajes de boca en boca que esparcía el viento y que terminaban en plazas de frondosas arboledas y talladas fuentes.
Con el pelo hasta los hombros, de ojos recogidos y una sonrisa de invierno, Claudia era una mujer que asumía los momentos con una intimidad que parecía confundir a cualquiera. De sus labios renacían tenaces palabras como relámpagos fríos que llamaban la atención hasta en los surcos y en los callejones del pueblo.
Todas las noches de aquel verano en Cosquín, donde los turistas invaden hasta los pequeños secretos del pueblo, ella volvía a su casa (en la calle Antártida Argentina, entrecortada por un viejo canal de riego que ahora es escenario de juego de los niños). Cuando el alba mostraba sus primeras luces abría la heladera, sacaba el último vino y una pequeña copa amarillenta de cristal. Sin esperar demasiado, entre malabares por el vino, la copa y su pequeño bolso, subía los escalones que daban a su pieza y se sacaba la ropa nerviosamente, como la tierra se agita ante un galope. Una vez allí, dejaba en la pequeña mesita de roble (antiquísima), el pequeño ritual que traía en las manos. Casi semidesnuda descorchaba el vino y olía la dulce fragancia que tanto le gustaba, antes de dejar a la bebida respirar. Luego tomaba entre sus manos la pequeña copa de brillo opaco y se servía un trago profundo, sin fondo. Después de varios sorbos de vino decidía pararse, con la remera que le llegaba hasta los pechos, mientras sonaba el tango Corrientes y Esmeralda. Volaba su imaginación de mover sus flacas y puntiagudas piernas y nada se le escapaba, todo pertenecía a su cuerpo, a su alma, a la matriz que había creado en ese instante, tan suya, y la soledad le apretaba los hombros hasta llegar a sus pies. Ella bailaba desprendida del suelo de la pieza, entre un universo tan perfecto que parecía crearle nuevos senderos, conectarla con otras realidades tan sublimes y tan poderosas. No dejaba espacio para nada en su corta pieza y todo se relacionaba con ceniceros limpios y sucios, con una cama de resortes viejos y discos que terminaban por debajo.
Aquel filoso momento se iba por los aires cuando caía rendida al lecho de las desprolijas sábanas. Se despertaba al mediodía, hervía un poco de agua en una olla y ponía los fideos que almorzaba después. Luego, a eso de las tres de la tarde, Claudia sacaba un bolso del ropero y colocaba una toalla para dirigirse al río, a Piedras Azules, con el afán de encontrarse con Martín.
Piedras Azules era el balneario preferido de Claudia y Martín. Quizás porque fue el lugar donde se conocieron. En realidad ella lo consideraba parte de lo profundo, ya que, por esas nostalgias o agonías de una relación, siempre parece importante perderse y demorarse en los sitios donde uno conoció al otro. Sin embargo, aquel balneario de grandes bosques era realmente precioso. Un río que viboreaba laboriosamente entre los grandes bloques de roca, y cercado entre el Puente Carretero y el Puente Ferroviario. Enormes y mágicos puentes (como trabajados por el tiempo) que parecían extenderse hasta el cielo sin reconocer límite alguno.
A la caída del sol, el frío empezaba a ser realmente crudo. Ella sin dar demasiados argumentos tomaba sus cosas, se colocaba un pulóver de lana fina y se dirigía al centro de Cosquín. Caminaba por la Avenida San Martín hasta llegar al bar La Vieja Estación. Allí se sentaba y estiraba sus piernas, se desataba la pequeña colita y se pasaba los dedos para desenredar el castigado pelo. Cuando el mozo se acercaba, siempre le recordaba que quería un jugo de naranja con toda la pulpa.
En las últimas horas de aquellos lacios atardeceres, sentada en una silla de roble del bar, Claudia aventuraba sus ojos entre la estrecha anchura de la avenida (conquistada por el caótico andar de los turistas) y el burlesco asombro que parecía hallarse en los acurrucados pájaros de los mástiles de luz.
Cierta vez, después de dormir una enorme y larga noche, se sintió rara. Casi un hueco en el pecho intentaba salirse de ella. Pensó que el vino había sido el culpable de aquel malestar. Metió su mano en el fondo del ropero y sacó el bolso para colocar su toalla y demás cosas que necesitaría en el río. Mientras caminaba hacia su destino, Piedras Azules, sintió un enorme deseo de mantener la cabeza bien arriba. Había veces que miraba desafiante hacia delante, a un horizonte sediento por ser descubierto y que parecía esperarla cada vez más allá. Al rato se detenía y colocaba los ojos con el cielo, un placer tentador de ver los algodones blancos de las alturas que le caían como una cascada con fuerza a su mirada. Indudablemente, se sentía única en ese florecer interno que parecía cargado de errores y aciertos.
Al llegar a los bosques de Piedras Azules vio que Martín se había acongojado entre medio de dos árboles, allí estaba reposando los pies sobre la fresca tierra.
Esa tarde de calor único, Claudia se detuvo a metros de Martín. Sintió que ya no podía caminar más, otra vez esa sensación que brotó de ella en su recorrido al balneario se esparcía nuevamente por todo su cuerpo. Claro que, Martín la había visto pero él también se sentía paralizado ante la sensación que parecía nacer una y otra vez en Claudia.
Por primera vez en toda su vida, ella no dijo nada, el silencio era tan fuerte y completo que las palabras se perderían hasta desaparecer, sin sentidos hacia cualquier rumbo. Martín se paró y casi temblando miró hacia los arbustos de una pequeña colina y cuando volvió a mirar a Claudia no tuvo capacidad de acción. Entonces, y ante tanta perplejidad, el brillo de sus ojos empezó a dibujar lágrimas y la brisa con toda delicadeza pareció trazar una línea que los separó. Ella agachó su cabeza y emprendió el camino de regreso a casa.
Una vez más, tomó la Avenida San Martín y se detuvo en el bar La Vieja Estación para beber su jugo de naranja. Sin embargo, la situación que siempre había sido igual, cambió su regla. Mientras tomaba el jugo para apagar su sed, Claudia lo sintió sin pulpa pero no le molestaba. Pasó un rato hasta que se tranquilizó y trató de ordenar todas las cosas que le habían sucedido.
Comenzó a observar, a través de la ventana, el ajetreo de turistas que parecían venir de contra mano unos con otros. El roce de los cuerpos no parecía molestar a nadie y las miradas morían cuando se dispersaban en otras personas. Claudia miró hacia los postes de luz y vio que los pájaros que tanto le habían llamado la atención ya no estaban. Desentendida por la situación, se paró y salió afuera. Los pájaros no habían hecho su rutina diaria de posar amontonados unos a otros. Claudia volvió a entrar al bar y se acomodó en su silla para terminar lo poco que quedaba del jugo.
Ante tantas vueltas y medias vueltas, el tiempo pareció que había volado. Miró las eternas agujas de su reloj de pulsera (marcaban las nueve de la noche) y terminó de fumar su último cigarrillo. Pagó lo que había consumido y se dirigió hacia su casa. Durante el trayecto, el frío viento bajó la temperatura y ella sacó de su bolso un buzo que, posteriormente, se acomodó entre los hombros.
Al llegar a la calle Antártida Argentina, Claudia apresuró su marcha hasta llegar a su domicilio. Como de costumbre, subió las escaleras sin apuro hasta llegar a su pieza donde se tiró a la cama; quería descansar un rato. El cuerpo parecía no querer ceder así que se levantó y comenzó a tratar de ordenar aquel desorden. Un desorden que siempre había sido orden para ella, ahora parecía complicado. Bajó apresuradamente hasta la cocina y buscó algunas bolsas de basura. Subió hasta la pieza y comenzó a tirar todo aquello que parecía estar molestando o carecía de sentido, de figura y de forma, de causa y efecto. La pieza no pareció suficiente, así que se dirigió al baño y después a la cocina para buscar nuevas cosas que dejar de lado.
Todo esos viajes le llevaron la noche entera. Terminó casi a las siete de la madrugada y salió a la calle en busca del canasto para colocar esos residuos. Puso las bolsas en aquel lugar, giró para entrar a su casa pero se detuvo en la puerta. Volvió hacia el canasto sorprendida porque había llenado casi dos bolsas con sus pertenencias. Las cortó con sus largas uñas y pudo observar, entre medio de restos de comida y fideos fríos, la cantidad de objetos que había decidido dejar atrás.
Tuvo que observar varias veces todas las cosas que ahora eran residuos mientras ciertas imágenes venían a su cabeza: ella misma bebiendo el último vino de la noche, bailando tango a la luz de la luna y postrada en su cama. Las caricias y las sonrisas de Martín que le hablaba desde el otro lado de la línea que había marcado el aire; el jugo de naranja con su rasposa pulpa. Sin pensarlo miró sus manos, se las dirigió a los ojos y se quebró en un llanto vivo, desnudo y transparente. Los límites de las sensaciones perdieron sus formas ante lo nuevo. El momento era tan sugestivo que nuevamente no recordó el tiempo que había permanecido así, una sensación de pasado la tocó muy fuerte adentro como nunca había sentido. Finalmente se sentó en la verja y se secó las lágrimas. Después de cinco minutos, entró a su casa, tomó el bolso y lo llenó con las pocas ropas que le quedaban. Caminó hasta Villa Caeiro y paró al primer colectivo de larga distancia. El chofer le abrió la puerta, ella se sentó en el primer asiento y comenzaron a tener una charla amena del destino final del viaje.

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